Literatura
Ciudad del deseo
Con una compasión inadvertida como la compasión de los santos, Dean sacó otras fotografías. Comprendí que eran las fotos que algún día mirarían asombrados nuestros hijos pensando que sus padres habían vivido unas vidas tranquilas, estables y levantándose por las mañanas a pasear orgullosos por las aceras de la vida, sin imaginarse jamás la locura y el follón de nuestras arrastradas vidas reales, de nuestra auténtica noche, del infierno contenido en ella, de la insensata pesadilla de la carretera.
Todo el interior de unas vidas interminables y sin final que esta vacío. Lastimosas formas de ignorancia.
Jack Kerouac, On the road
Caminaba descalza por una de esas calles empedradas del centro de la ciudad, bajo un sol incesante y un ruido que no terminaba de captar perfectamente por lo adormecido de sus sentidos. La calle estaba en cuesta y a menudo tenía que frenar su marcha para calmar el dolor de la planta de sus pies. Metro ochenta, piernas de infarto y unos tacones en las manos como el trofeo que la noche anterior había exhibido con orgullo.
No se sentía sucia pero sí incómoda y necesitada de una buena ducha. Muchas veces había tenido esa sensación, pero esta vez, y aunque lo llevara en la piel como el sudor, se sentía bien. Deseaba quitarse a toda costa esa camiseta gris apestando a alcohol y tabaco. De camino a casa sudó, por eso cuando abrió la cerradura se quitó la camiseta y la echó directamente dentro de la lavadora.
Se fue a la nevera a por algo de beber. Era tanta la sed que el zumo de naranja empezó a chorrearle por la barbilla hasta mancharle todo el pecho. Zumo que se había unido a la fiesta de fluidos y tomó camino del pantalón hasta manchar la zona de los botones.
Se lo quitó y lo tiró a la basura.
Caminó por el pasillo de la casa hasta llegar al cuarto de baño. Encendió el foco del espejo y se miró durante largos segundos. Tenía dos quemaduras de cigarrillo en el brazo, los labios resecos, el rimmel corrido y los ojos rojos de las lentillas. Se metió en la ducha, esa ducha que llevaba deseando durante todo el camino de vuelta a casa.
El agua fría empezó a caer sobre ella. Agua que humedeció su pecho y lo que en él había. El cuello. Se tocó el cuello y sintió como aquella saliva que estaba muerta y que no era suya recobraba la vida, y con ella toda la máxima sensación de placer y lascivia de la noche anterior. Tocar y sentir de nuevo con las yemas de los dedos aquel fluido ajeno fue una explosión de sexualidad que no pudo contener por muy cansada que estuviera. Comenzó a recordar esos dos cuerpos sudando, mientras se agarraban la nuca para controlar sus cabezas refugiadas en el hombro del contrario. Cuando la única forma de control en todo ese descontrol era agarrar del pelo…
El placer es dolor, si no ¿por qué iba a doler el pecho justo cuando alguien tiene un orgasmo? Esa sensación momentánea de ausencia de oxígeno, ese torso contraído y esa rigidez corporal previa al éxtasis.
Salió de la ducha, se secó y caminó hacia su dormitorio recordando unas palabras que resonaban en su cabeza sin saber dónde las había visto antes: “viniste aquí a vivir, no a salir con vida”.
Abrió la ventana de par en par aunque hiciera frío, bajó la persiana hasta la mitad y se metió de nuevo en la cama. En su cama.
Texto: Santiago San Antonio Márquez; Fotografía: Pablo Salto-Weis (TECO); PerfectPixel Publicidad I All Rights Reserved